lunes, 22 de mayo de 2017
Panchi y Tati
Francisca era una niña de cabello color castaño claro, siempre sonreía y tenía una facilidad increible para crear mundos imaginarios, generalmente llenos de princesas y magia. Andaba todo el día con sus peluches a cuesta, con maletas estilo Disney repletas de dulces y muñecas. Jugaba por la pequeña casa de dos pisos, ubicada en un ínfimo pasaje de la comuna del Bosque. Jugaba, también, por la habitación de sus padres, que trabajaban durante la mayor parte del día, daba vueltas por el minúsculo patio de cemento y por él, más pequeño aún, jardín delantero decorado con un mediano limonero.
Andrés, sólo 2 años y meses, menor que su hermana Francisca, era un pequeño inquieto. No había semana en la que no se pegara un chicle en el cabello, por lo que pasó la mayor parte de su infancia con el pelo rapado casi al cero. Era habitual, en aquella casa, que los artículos importantes como: Llaves, chequeras, billeteras, etc, aparecieran en el compartimiento secreto de su corre pasillos. También era propenso a los accidentes y siempre terminaba con una herida en su cabeza. Sin embargo, mantenia inquietudes más que físicas y participaba activamente de los juegos que su hermana mayor inventaba.
Entre los dos tenían un mundo aparte, los días comenzaba con ambos infantes jugando en la espaciosa cuna que su padre habia fabricado y comenzaban, desde las primeras horas de la mañana, viendo sus caricaturas favoritas. Los niños, acostumbraban crear diálogos para que sus peluches, acomodados estrategicamente, interpretaran en silencio y se reían la mayor parte del día. Más tarde, cuando la hora de almorzar llegaba, se alegraban al ver tallarines con salsa en su plato y un vaso de jugo en polvo que no demoraban un segundo en beber. Luego de comer, tomaban sus mamaderas y ponían un VHS de alguna película animada para verla por enesima vez, de ahí rescataban los diálogos que memorizaban con una exactitud increíble, para luego reproducirlos en la ocasión correcta. Ahí se quedaban viendo tele y esperando a que llegaran sus padres del trabajo. Una vez en casa, los padres tomaban once: té y pan para los progenitores, leche y galletas para los niños. Ya finalizada la once, los chicos se quedaban jugando en la interminable alfombra de la sala de estar hasta que los ojos se les cerraban y caían en los mismo sueños a los que solían jugar durante el día, y ahí quedaban inmoviles en el suelo con sus manos sujetando las mamaderas casi vacías.
Pasaron los años y fueron creciendo, cada vez con más presiones, con diferentes intereses, con otras magias y con otros horizontes. Ya más adolecentes, 20 y 17 años, suelen discutir y perder el control por situaciones que, a la larga, son cotidianas y sin valor. Sus actitudes cambiaron y sus formas también. Ya no hay tanta cercanía ni tampoco un sentimiento de compañerismo. No se saludan todos los días y, muchas veces, son indiferentes el uno del otro. Porque los años pasaron y se fueron hiriendo de a poco, sin darse cuenta. Se fueron gastando sus emociones, lo que es natural dentro del egoísmo propio, y fueron tiñendo sus corazones de diferentes colores.
A pesar de todo lo antes mencionado, yo los miro de reojo mientras comen, y veo a los niños con sus mamaderas, creando paisajes fantásticos y jugando en sus camas. Los miro reír cuando compartimos un momento,y se que sigen siendo complices, son complices el uno del otro, son complices del pasado y del futuro. Ellos saben que en la vida, uno tiene pocos bastones y que ellos se apoyarán siempre. Ahí, en el camino de la realidad y la amistad, ellos siguen de la mano, interpretando diálogos de princiesas y principes, de esponjas y estrellas, de Bart y Homero.
Es muy fácil perderse en el tiempo y en las prioridades, pero sé que se quieren. Sé que se tienen y sé que no se perderan, porque tienen faroles que los iluminarán eternamente. Nunca pierdan la magia.
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